Aquella tarde de los años ochenta, se
le veía cambiado. Su complexión delgada, su voz ronca y su mirada severa
parecían pertenecer a otro, al típico hombre que uno hubiera esperado
encontrarse en la cornisa del Mansurá una tarde de los ochenta. No era que yo
fuera especialmente avispado, cualquier niño de primaria se habría percatado al
instante de que a mi padre le pasaba algo. Se le veía como abstraído, distante.
Definitivamente, mi padre no era el de siempre. Nos hallábamos, como de
costumbre, deambulando despreocupadamente por la orilla del Nilo, deteniéndonos
a intervalos a observar la acera de enfrente, cuando, de pronto, una voz
extraña salió despedida de sus labios e irrumpió en el espacio exterior:
-Esta es la mezquita de Al-Banna.
Dirigí la mirada hacia donde parecía
haber depositado la suya propia. La cúpula resplandecía verde, regia, solemne,
en medio de la oscuridad que se cernía sobre el barrio de Talkha, en el que se
emplazaba la mezquita. Su voz sonaba más pausada de lo habitual. Su serenidad
me resultaba estridente. Sin embargo, aquello no era todo. Además, traslucía
que el estado de ánimo de mi padre oscilaba entre la alegría y la tristeza.
Enmascaraba el ferviente deseo de mi padre de sucumbir a su nostalgia.
Mi padre se puso al cabo a contarme
historias sobre la mezquita y el Nilo, que, al parecer, en su día, poseía un
caudal tan abundante que inundaba el espacio que ocupaba la cornisa. A mí me
encantaba escucharle. Era la primera vez que no hablaba únicamente para sí. Me
había pedido expresamente que le hiciera compañía. Yo me sentía especial. Me
reconfortó el epíritu percibir el entusiasmo del que se hallaba imbuido su
discurso. Era emocionante pensar que, si se nos antojara, podríamos redefinir
los términos que dictaminan cómo han de ser las relaciones entre padres e
hijos.
Nada más llegar a casa, lo primero que
hice fue redactar las palabras que habían emanado de la boca de mi padre en una
libreta con la rúbrica del Ministerio de Educación. Se trataba de uno de esos
cuadernos que mi padre solía emplear en el trabajo para escribir en árabe.
Decidí entonces consagrar aquella libreta a documentar la historia del Mansurá.
Como es de esperar, en última instancia, mi intención estribaba en conseguir
pasar más tiempo con mi padre, escuchando sus relatos.
Sin embargo, mi padre nunca más me
volvió a llevar a dar una vuelta. Nunca más volvió a contarme sus historias.
Desconozco qué fue de aquella libreta con la rúbrica del Ministerio de
Educación, de la que, a lo sumo, llegué a rellenar dos páginas. Ahora ya no
tengo con quien recorrer la cornisa del Mansurá. Me cuesta calibrar el tiempo
que ha pasado desde que salí a pasear con mi padre aquella tarde. Sólo sé que
debían rondar los años ochenta. Al posar la vista sobre la otra orilla del río,
donde se encuentra la mezquita de Al-Banna, me doy cuenta de que ya no soy un
niño de primaria. Sólo tuve ocasión de escuchar aquella voz tan insólita una
vez, pero puedo afirmar sin temor a equivocarme que no se halla enterrada en el
panteón familiar. Me acompañará allá adonde vaya mientras viva.